martes, 26 de agosto de 2008

El encuentro...




Me llamo Alma y tengo 27 años. Mis padres recibieron a Cristo en sus vidas cuando yo apenas tenía 3 años. Así es que, yo sé de las verdades de Dios desde toda mi vida. No me fue difícil creer en Él porque desde entonces comprobé que es un Dios vivo y lo que dice, a través de Su Palabra, no es palabras huecas y sin sentido. He visto muchos ejemplos de Su poder que se traducen en vidas transformadas. Mi mente y corazón no pueden negar a Dios aunque quisieran porque desde niña he sido testigo de Su presencia y benevolencia.

En las clases dominicales aprendí había un Dios que me protegía y enseñaba sobre qué es y cómo actuar bien, pero sobre todo, aprendí me amaba. Supe de muchos modos y maneras: con cantos, narraciones o ejemplificaciones, que había enviado a su Hijo a morir por mis pecados con el propósito de darme la vida eterna. Yo, entonces, oraba todos los días para que Jesús entrara a mi corazón y Dios me aceptara así en el cielo una vez que mi cuerpo muriera. Así pues, aunque conocía el evangelio y recitaba las mismas palabras que había escuchado una persona hacía al aceptar a Jesús, no asimilaba esa realidad ni mucho menos me la había apropiado. Entonces no comprendía que una vez que una persona le abre a Jesús su corazón, nunca sale. Pero mayor era mi confusión al pensar que tenía una relación con Dios mientras me portara bien; no me veía como Él: como una persona condenada al infierno a causa de mis pecados.

Así pasó mi niñez, procurando en mis fuerzas vivir conforme sabía vive un creyente que anhela hacer la voluntad de Dios. Mis pecados tal vez no eran públicos, menos producto de escándalos, porque en el exterior, consciente o inconscientemente, imitaba el comportamiento de las personas que a mi parecer eran buenas y agradables ante los ojos Dios. Pero en lo escondido, donde sólo Él ve y juzga, los practicaba como una esclava sin remedio. La realidad es que no era hija de Dios porque no estaba convencida ni arrepentida de mis pecados y no había confiado en que solamente la sangre de Jesucristo me podía librar de todo ellos.

Pero todo esto cambio cuando mis fuerzas una vez más se acabaron y Dios en su infinita misericordia abrió mis ojos y me presentó la verdadera fotografía de mi persona: una llena de pecado. Esto sucedió una noche de mi vida a los trece años. Fue cuando entendí quién era realmente: una persona que merecía el infierno sin Jesucristo en mi corazón. Asimilé y acepté Jesús es el único camino al cielo y que la ley, las buenas obras, no me justificaban ante Dios. Obtuve claridad con el versículo en el libro de Gálatas, capítulo 2, versículo 21 que dice: “No desecho la gracia de Dios; pues si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo.” Éste me dijo que había vivido en el engaño pensando que procurar hacer lo bueno me hacía una persona justa.

Desde ese día tengo la seguridad de que estaré en la presencia de Dios cuando muera; ahora descanso en el poder del Espíritu Santo, que vino a mí cuando acepté a Cristo, para agradarle pues entiendo que él es quien procura y logra hacer el bien, de ninguna manera yo. En él, mi vida tiene verdadero sentido y propósito.

Cuando le conocí nació otro mundo en mi interior. Más allá de haberme quitado el vacío y cansancio, he sabido de amor.

- Lo que compartí cuando me bauticé-

1 comentario:

Mario Lizola dijo...

Muy bonito.. GaD por tu testimonio...