Siento nostalgia cuando veo cómo las palabras
van perdiendo su valor. No me convence
esa extraña costumbre que estamos adoptando de repartir sin prestar valor a
nuestras más preciadas palabras. ¿Cómo está eso de amar unos zapatos, una
película o una canción? ¿De odiar un mal peinado, el puré de papas o un libro? ¿Tan
inconstantes seremos en carácter que debemos recurrir al tesoro de nuestros adjetivos,
sustantivos y verbos para convencer cuando hablamos? No sé, por lo menos en lo tocante a mí, me sobran
dedos de una mano para contar las cosas que amo. Me gustan muchas sí, y espero
para mi interlocutor un “me gusta” o un “muy padre” basten. ¿Y de provocarme odio?
No las anotaré aquí. “No me gustó” es más que suficiente.
Quizá por eso siento respeto por quienes piensan
antes de hablar. Por quienes me obligan a meditar en la importancia de sus
palabras porque precisamente se pronuncian con énfasis y se alternan con
silencios.
Yo sí extraño no dudar de las palabras, y
me desilusiona la contradicción entre los rostros y labios.