jueves, 1 de julio de 2010


No puedo imaginar amanecer sin ningún tipo de esperanza, y menos la inamovible, la que me ofrece Dios. Cada día que abro los periódicos no puedo más que horrorizarme con la noticias. Ruego no quedar inmune de preocupación por lo que constato pasa a mi alrededor todos los días. Porque sí los ha habido en los que de mí sale un “qué feo por esta persona” y nada más. No sé qué sería no confiar en el bienestar mi familia, y en la mía, si habría que encomendarme a la suerte cada mañana al poner los pies sobre el suelo. No hace mucho leí que en México 95% de los actos delictivos quedan impunes y batallo con mi mente pues sé que Dios ha establecido a las personas que nos lideran en el gobierno; irónico pienso, y muy cruel si no conociera el trasfondo de tal aseveración. ¿Qué piensa la gente le depara al mundo con todo lo que ven; con todo lo que oyen?

Fácilmente puedo caer en la desesperación. Si yo también confiara en lo que veo y no en lo que sé puede hacer mi Dios, también sería de mi vida un miedo constante. Mejor tomémonos de este versículo –como se me compartió el domingo pasado-: “Me ACUERDO de estas cosas, y derramo mi alma dentro de mí; de cómo yo fui con la multitud, y la conduje hasta la casa de Dios, entre voces de alegría y de alabanza del pueblo en fiesta. ¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mí…” Salmos 42: 4 y 5.

Y como de chica también se me enseñó cómo Dios en el Antiguo Testamento demandaba se montara un altar de piedras cada vez que le daba victoria a su pueblo Israel. “Piedras ¿para qué?” –decía. Para recordar; recordar desde dónde nos ha sacada Dios; la grandeza de nuestro enemigo; y nuestra constante debilidad. Recordar que Él es más y sobre lo que nuestros ojos están midiendo es lógico tiene que pasar.